En tierras del actual Cienfuegos, en Cuba, cuenta la leyenda que cuando los aborígenes la habitaban, una bella joven era la causa de la envidia y admiración de todos.
Aipirí se llamaba y, consciente de sus encantos, atraía la atención de los hombres.
Según la leyenda, Aipirí bailaba y cantaba como nadie y era la principal atracción en todas las fiestas de su tribu.
Un día, Aipirí encontró el amor en un joven siboney, trabajador y respetado como gran cazador. Se casaron, fundaron una familia de seis hijos.
Al principio la bella joven se pasaba el día con su familia.
Pero, un día se aburrió de todo y quiso volver a su vida de joven soltera, sin compromisos.
Comenzó a faltar a su casa, a dejar a sus hijos solos todo el día. Salía de su casa y solo volvía antes de la hora en que su marido regresaba.
Mabuya, señor del mal, cansado de oír a los niños llorar y temiendo que, cuando crecieran fueran tan impíos y crueles como él, en un rapto de ira los transformó en arbustos venenosos (arbustos de guao), arbustos cuyas resinas y hojas producen al contacto hinchazones y llagas.
Si Mabuya castigó en los hijos la falta de la madre, el espíritu del bien castigó a la causante del daño.
Transformó a Aipirí en Tatagua, mariposa nocturna de cuerpo grueso y alas cortas conocida también como mariposa Bruja.
Por lo que cuenta esta leyenda, en los campos de Cuba se considera la visita de la Tatagua (o de la gran mariposa Bruja) como un presagio de la muerte de un familiar o, sencillamente, el anuncio de un evento desagradable.
No obstante, aunque la presencia de la Tatagua la consideran un mal presagio, muchos crees que la Tatagua, arrepentida, solo busca a sus hijos y por eso vuela de un lado a otro, desesperada.